El NAFTA, supervivencia en agonía. Nieves C. Pérez Rodríguez

Washington.- El acuerdo de libre comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés) está en un proceso de deterioro de su estabilidad, a pesar de sus más de veinte años de exitoso funcionamiento. Tanto Canadá como México están apostando fuertemente por mantenerlo a flote, pero sus socios estadounidenses han repetido sin ningún tipo de dobleces que no continuarán con un acuerdo que perjudique la economía y los intereses de los Estados Unidos. La semana pasada, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, en su visita a la Casa Blanca, apostó por impulsar el acuerdo mientras Donald Trump, en su básico vocabulario, dejaba claro que sus relaciones bilaterales con Canadá son muy buenas, pero que el NAFTA ya se verá.

Trump ha sido consistente es su oposición a este acuerdo como, en general, a casi cualquier acuerdo económico en donde los intereses de su “América First” o “Make America Great again” estén comprometidos: de acuerdo a su propia concepción, lógicamente. Ha asegurado que es el peor tratado económico nunca antes firmado y firmó una orden ejecutiva para renegociar NAFTA a muy pocos días de tomar posesión. Además de que sus asesores económicos han expresado su negativa a continuar adelante con este compromiso.

La semana pasada, en el marco de la cuarta ronda de negociaciones para intentar salvar NAFTA, el representante de intercambios estadounidense afirmó que la causa del déficit que sufre Estados Unidos es este acuerdo. Del mismo modo, alegó que es prioritario para su Administración disminuir el déficit en los intercambios entre México y Estados Unidos, que el año pasado ascendió a 36 billones de dólares, mientras con Canadá fue de 30 billones (según el Economic Complexity Index).

Chrystia Freeland, ministra de Exteriores de Canadá, por su parte aseguró que erradicar este acuerdo no será la solución al déficit estadounidense. Los números indican que en 2016 las exportaciones estadounidenses fueron de 1.42 trillones de dólares versus 2.21 trillones en importaciones globales, lo que arroja un balance negativo de 783 billones.

Los expertos no terminan de ponerse de acuerdo en cómo se podría acabar con el NAFTA. Técnicamente hay dos teorías que se manejan. La primera, que Trump puede anularlo basándose en el artículo 2205 del acuerdo, lo que le daría 90 días para la retirada total. La segunda teoría sostiene que, dado que este convenio fue aprobado por el Congreso de los Estados Unidos, es el Congreso el que tiene la autoridad legal de anularlo, lo que sería más complicado, pues de momento sigue contando con su apoyo.

El dinero es el elemento que tiene realmente en vilo este tratado; el reestablecer aranceles a los productos beneficiaría a las empresas petroleras estadounidenses, lo que se traduciría en mayor liquidez, dicen. Es también probable que se pudieran recuperar entre 500 a 700 mil empleos en empresas manufactureras en California, Michigan, New York y Texas que han sido trasladadas a México. Sin embargo, el precio de los productos agrícolas que se importan de México a Estados Unidos aumentaría instantáneamente, (vegetales, frutas, aceites comestibles, etc.) lo que terminaría teniendo un impacto inflacionario en la economía que tanto quiere proteger Donald Trump.

Los acuerdos económicos entre países, tal y como su nombre indica, son convenios en donde se gana y se sacrifican cosas para un bien común. Pretender establecer acuerdos donde sólo se benefician los intereses de una de las partes, es una gran presunción. Renegociar acuerdos existentes para poder ajustarlos a las nuevas necesidades, demandas e incluso a la nueva realidad, es políticamente correcto, pero siempre que se haga bajo el respeto hacia los otros socios.

El afán proteccionista de Trump está llevando a la nueva Administración a replantearse las normas del juego económico, y con ello tratar de imponerlas a sus aliados comerciales.

México ha ido abriendo progresivamente su mercado hacia el Pacífico. En el 2011 se creó una zona de libre comercio entre México, Colombia, Chile y Perú, que solo en el 2017, ha conseguido que el 94% de los intercambios hayan sido libres de impuestos. Además, China, Alemania y Japón (en ese orden) después de Estados Unidos y Canadá, son los países a los exportan sus productos. Y astutamente Japón está intentado hacerse con los espacios que podrían dejar las fábricas automovilísticas estadounidenses en México. En cuanto a Corea del Sur, la relación con México es bastante dinámica, tiene firmados 11 convenios de cooperación en diversas áreas (según cifras oficiales del gobierno azteca) y Seúl considera a México como el primer aliado comercial en América Latina, puente estratégico para entrar a este gran mercado. Canadá, por su parte, tiene menos riesgo, pues de momento parece que Washington apuesta por mantener las relaciones cercanas y apunta más a querer un convenio económico bilateral con ellos.

Finalmente, lo cierto es que, para Estados Unidos, ambos socios son fundamentales en su economía, y que a pesar de su tendencia súper proteccionista, a la administración Trump le tocará hacer un análisis pragmático de sus intereses frente a la realidad, pues Canadá es el primer país a donde envían sus productos, y el tercer país del que importan. Y en cuanto a México, es el segundo al que al que exportan productos, y el segundo también del que importan.

Imponer un cambio de las reglas de juego cambiará la realidad económica. La situación actual no es la misma de cuando la fuga de los empleos, lo que significa que aun intentando replicar esa pasada realidad no hay seguridad de que se podrán recuperar las manufactureras. Estamos inmersos en un proceso de cambio constante que exige adaptarse. Mirar atrás no es la clave, pues lo que dio resultado hace tres décadas no tiene garantía de ser exitoso en el mundo globalizado que vivimos hoy.

INTERREGNUM: Europa y Japón. Fernando Delage

“La cuestión fundamental de nuestro tiempo—dijo el presidente Trump en Varsovia el pasado 6 de julio—es si Occidente tiene la voluntad de sobrevivir”. Se desconoce si era una pregunta retórica por su parte, pero recordaba aquello que decía Toynbee de que las grandes civilizaciones mueren por suicidio más que por asesinato. Por primera vez desde la segunda posguerra mundial, las amenazas al orden liberal proceden tanto de los enemigos internos como de los externos. Y si alguien no está defendiendo los valores de la Ilustración que han definido Occidente es el propio Trump.

Afortunadamente, otros líderes no se han cruzado de brazos. Y nada simboliza mejor esa respuesta que el acuerdo de libre comercio concluido entre la Unión Europea y Japón en vísperas de la reunión del G20 en Hamburgo. Dos economías que suman 600 millones de personas y representan un tercio del PIB global y un 40 por cien del comercio mundial, se han unido frente al giro proteccionista de la administración norteamericana. Sus implicaciones, no obstante, van mucho más allá.

Como señalaron las autoridades europeas y japonesas, es un acuerdo asimismo sobre “los valores compartidos en los que se basan nuestras sociedades”, la democracia y el Estado de Derecho, y una demostración de la voluntad política de ambas partes de actuar contra la corriente de aislacionismo y desintegración que otros parecen defender. “No hay protección en el proteccionismo”, dijo el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.

Tras el abandono del TPP y del TTIP, Tokio y Bruselas se han visto obligados a defender por su cuenta un orden internacional basado en reglas, que establezca altos estándares (laborales, medioambientales, transparencia…) que también obliguen a las economías emergentes. Para Japón, el acuerdo con la UE implica que esos estándares deberán formar parte de toda negociación que Washington quiera emprender con Tokio. También puede facilitar, como desea Japón, una renegociación del TPP sin Estados Unidos, y elevar la ambición de la Asociación Económica Regional Integral (RCEP) que negocian 16 economías asiáticas. Para Europa, un acuerdo que sucede al recientemente concluido con Canadá (CETA), expresa su compromiso con la liberalización comercial tras el Brexit y las incertidumbres acerca de la actitud de la administración Trump sobre el proyecto europeo.

En último término, el acuerdo representa de hecho un significativo desafío a Estados Unidos. Los productos europeos accederán al mercado japonés en unas condiciones que no tendrán los norteamericanos y, de manera más que simbólica, se pone en evidencia el creciente aislamiento internacional del presidente Trump. El pacto entre Japón y la Unión Europea consolida la idea de que los acuerdos comerciales no pueden ser simples arreglos bilaterales sobre determinados productos o tarifas. Los derechos de los trabajadores, la reciprocidad en los contratos públicos o la defensa de la propiedad intelectual son, entre otros, asuntos que ya no pueden quedar al margen de los mismos. Con el precedente creado por Bruselas y Tokio, será inviable para la administración Trump mantener su preferencia por un enfoque bilateral.

Suma y sigue, una historia de ciegos. Julio Trujillo

Un paso más hacia… lo mismo. Corea del Norte ha lanzado otro misil hacia el mar territorial del Japón, Estados Unidos ha activado sus defensas en todo el Pacífico y ha alertado de manera especial sus sistemas de alerta y respuestas en las islas Aleutianas y Alaska, el presidente Trump ha recordado a China su deber de contener a la dictadura norcoreana, Pekín ha requerido la retirada del escudo antimisiles de Estados Unidos en Corea del Sur y Japón ha vuelto a reclamar una acción internacional mientras prosigue su discreto pero decidido rearme naval.

En este escenario de empate infinito, pero de riesgo creciente, ya que tanto las acciones del dictador norcoreano como las del atrabiliario presidente Trump parecen inspiradas por los impulsos coyunturales, Europa sigue ausente, sin perfil, perdida en sus laberintos. Recuerda aquella frase del general Colin Powell cuando afirmaba que ante cada crisis de seguridad del planeta, cuando Estados Unidos alertaba a sus fuerzas de seguridad y usaba sus armas, Europa elaborada un comunicado de condena. Esta sistemática colocación de perfil para no salir del todo en la foto refleja, y eso no sería lo más grave, no sólo la tradicional tendencia a rehuir todos los enfrentamientos hasta que el enemigo llama a la puerta, sino la ausencia de criterios. Europa, la Unión Europea, no dice nada, y eso sí que es lo grave, porque no sabe qué decir, no tiene una concepción estratégica del conflicto, ni qué consecuencias puede tener para Europa ni cómo los acontecimientos pueden ser un riesgo o una oportunidad. Nada de eso, Europa es como los delincuentes oportunistas que esperan los acontecimientos y se prepara para ver qué puede rebañar en medio de la tormenta.

Estados Unidos tiene una estrategia. Existe más allá de Trump, aunque éste la gestione desde el impulso, la ignorancia y una vuelta al proteccionismo, por encima de la opinión de algunos de sus asesores. Pero Europa, que quiere aparentar una unidad de acción por encima de los intereses nacionales de sus componentes, encuentra en la inacción la manera de correr riesgos de desunión. En China, como en Libia o en Oriente Próximo, la princesa no decide, sólo se sonroja, da largas e intenta contentar a todos los pretendientes.

INTERREGNUM: Modi en Washington. Fernando Delage

En su quinto viaje a Estados Unidos como primer ministro, la semana pasada, Narendra Modi se ha encontrado con un Washington muy diferente del que visitó hace un año. En un discurso ante el Congreso indicó entonces que las relaciones entre India y Estados Unidos habían dejado atrás “las dudas de la historia”. Y así lo confirmaban, entre otros acuerdos, la declaración conjunta sobre Asia firmada por Modi y Obama en enero de 2015, o el pacto de defensa firmado unos meses más tarde entre ambos gobiernos. Seis meses después de la toma de posesión de Trump, Modi ha tenido su primer contacto directo con un presidente que, a priori, plantea a India nuevas incertidumbres, tanto en la esfera económica como en la estratégica.

Para Modi, que ha situado la economía en el centro de su política exterior, Trump representa un complejo desafío. El imperativo del desarrollo le obliga a atraer capital extranjero—de Estados Unidos incluido—, para reforzar el sector industrial y crear 100 millones de empleos hasta 2022. El discurso de Trump, que quiere recuperar los empleos perdidos por la deslocalización, choca de manera directa con las prioridades de Delhi. India—noveno socio comercial de Estados Unidos—se encuentra asimismo en la lista de países que Washington está investigando por prácticas comerciales irregulares. El déficit norteamericano con India (31.000 millones de dólares, diez veces menos que el que mantiene con China), ha movilizado tanto a políticos como a empresas privadas, que se quejan de las barreras arancelarias, de las dificultades de acceso al mercado indio, o de la deficiente protección de la propiedad intelectual. Por su parte, a Delhi le preocupan las regulaciones y estándares técnicos norteamericanos que obstaculizan sus exportaciones, así como los posibles cambios en la política de visados para profesionales.

En el terreno diplomático y de defensa hay toda una serie de asuntos sujetos a reconsideración por parte de Trump—como Afganistán, Pakistán e Irán—, que afectan de manera directa a India. Y, de manera especial, ambos países reconocen a China como un potencial rival a largo plazo y perciben los esfuerzos de Pekín por reconfigurar el equilibrio de poder en Eurasia como un desafío a sus intereses.

El gobierno indio, sin embargo, parece inquieto por la manera en que Trump se ha aproximado a la República Popular. El abandono de su retórica antichina de la campaña electoral, el trato dispensado a Xi Jinping en Florida el pasado mes de abril, las acríticas declaraciones hechas por el secretario de Estado durante su visita a Pekín, o la confianza aparentemente puesta en China para gestionar la crisis nuclear norcoreana, plantean numerosos interrogantes en India sobre la política asiática de esta administración norteamericana. Lo incierto de las posiciones de Trump puede obligar a Modi a un reajuste diplomático, que no deja sin embargo de ser una oportunidad.

Al desafiar Trump las bases tradicionales de la política exterior de su país desde la segunda guerra mundial, India tiene que buscar nuevas opciones y asumir el tipo de responsabilidades regionales e internacionales que corresponden con las ambiciones propias del que pronto será el país más poblado del planeta. Es cierto que carece de los recursos y del consenso interno que permitan esa proyección. Pero articulada en clave nacionalista, puede ser una variable que facilite la reelección de Modi en las elecciones generales de 2019. Mientras Trump abandona presencia exterior para ganar—según cree—apoyo en casa, a Modi le puede venir bien reforzar su empuje diplomático para consolidar su posición política interna. Cosas del mundo de la globalización.

La hora de Francia

Superadas las celebraciones y apurados los primeros tragos amargos por sombras de corruptelas que han obligado a Enmanuel Macron a realizar ya varios ajustes de Gobierno, llega la hora de la verdad, la hora de tomar decisiones importantes y reveladoras de intenciones más allá de los discursos electorales.

Es verdad que el presidente Macron no lo tiene tan fácil como parece. Llegado en una ola de popularidad y apoyo, está sustentado por un partido organizado apresuradamente sobre los resentimientos, los fracasos y las derrotas de las otras formaciones. Esto obliga al presidente y a su Gobierno a decisiones cuidadosamente equilibradas y alejadas de posiciones ideológicas fácilmente etiquetables.

Así, y en la mejor traición francesa, Macron ha tomado decisiones urgentes que estaban pendientes y que apuntan al mantenimiento de criterios proteccionistas respecto a empresas francesas en crisis; por ejemplo, varios astilleros, y ninguna señal de querer la liberalización de un sistema que está fuertemente intervenido en muchos sectores. Una cosa son los discursos críticos con el presidente Trump y otra es poner en marcha medidas que demuestren que está dispuesto a diferenciarse en la práctica.

Sin embargo, hay un vector que empuja a Macron a no ser demasiado proteccionista y nacionalista, y es que la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea le obliga a volver a estrechar los lazos de Francia con Alemania y este país, que no es un campeón del liberalismo pero si temeroso de la excesiva intervención del Estado, va a poner límites a la política francesa.

En todo caso, es Francia y no Alemania el país con más actividad en la política exterior europea, y aspira a ocupar los espacios que pueda en Asia Pacífico. La concepción francesa de su propio papel, el aroma de grandeur, sus propósitos de fortalecer su industria y su presencia militar, la necesidad de proteger a sectores económicos que temen competir con productos asiáticos y sus deseos de volver a los escenarios de Oriente Medio van a marcar cierta política en nombre de Europa que no debemos perder de vista.

El misterio del crecimiento. Miguel Ors.

En agosto de 2000 los Gobiernos de las dos Coreas organizaron un encuentro de familiares separados por la guerra civil. Un avión cargado con 100 ciudadanos del norte se cruzó en el aire con otro cargado con 100 ciudadanos del sur. Kim Jong Il, el Querido Líder, había sido muy preciso sobre las condiciones de la reunión. Para minimizar el riesgo de deserciones, ningún surcoreano volaría de vuelta a casa hasta que no hubieran aterrizado en Pionyang todos los norcoreanos. Los dos grupos viajaron acompañados por funcionarios, pero mientras Seúl instruyó a los suyos para que se mantuvieran en un discreto segundo plano, los comunistas no debían perder de vista a sus compatriotas. “Cada vez que se acercan los hombres del otro lado [de la habitación], los que llevan las insignias raras”, contaba la surcoreana Kim Suk Bae al New York Times, “[mi hermana] empieza a elogiar al Querido Líder y nos insta a hacer lo mismo”.

La hermana de Kim Suk Bae había dejado su casa en 1950, cuando no era más que una niña, para participar en una representación escolar ante el Ejército Rojo. Debió de hacerlo muy bien, porque la “reclutaron” para mantener alta la moral de la tropa y jamás regresó. Cada año, cuando llegaba el aniversario de su madre, engalanaba la mesa y celebraba una fiesta ella sola. “He vivido hasta hoy con el remordimiento de haber sido una mala hija”, confesó a su madre.

“Pero… ¡si te ha ido fenomenal!”, exclamó esta piadosamente con la mirada empañada.

A pesar de que todos los norcoreanos habían sido cuidadosamente elegidos de entre la élite, no podían ocultar las huellas de décadas de privación. “Era más pobre de lo que imaginaba”, comentaría un médico de Seúl tras despedirse de su hermano. “Decía que vivía bien, pero tenía un aspecto horrible y estaba muy delgado”.

“El nivel de vida de los surcoreanos es similar al de España”, escriben Daron Acemoglu y James Robinson en Por qué fracasan los países (Deusto, 2012). “El del norte […] es parecido al de un país subsahariano”. Por encima del paralelo 38, “la esperanza de vida es 10 años inferior”. El testimonio más elocuente del abismo que separa a las dos Coreas es la imagen de satélite que refleja la iluminación nocturna a ambos lados de la frontera. Mientras el norte “está prácticamente a oscuras debido a la falta de electricidad”, el sur “luce resplandeciente”.

Estas diferencias tan pronunciadas son muy recientes. Hasta 1945 eran el mismo país. ¿Cómo han podido divergir tanto?

Los expertos han barajado todo tipo de teorías para desentrañar la desigualdad entre las naciones. Max Weber atribuyó el arraigo del capitalismo en la Europa central y septentrional a la ética protestante del trabajo. Otros han culpado a la malaria de la postración de los trópicos. Finalmente, hay quien cree que la falta de formación de las clases dirigentes es lo que ha condenado a África al subdesarrollo. Pero “ni la cultura ni la geografía ni la ignorancia pueden explicar los caminos separados que tomaron Corea del Norte y del Sur”, sostienen Acemoglu y Robinson.

Para ellos, el “misterio del crecimiento” quedó resuelto hace tiempo: únicamente hay que dotar a la sociedad de estructuras que brinden a las personas la posibilidad de hacer cosas. La crónica de la humanidad está llena de ejemplos que lo prueban. En eso consiste Por qué fracasan los países. Tras años de investigación, Acemoglu y Robinson habían acumulado cientos de casos que no habían podido incluir en sus artículos científicos y decidieron reunirlos en un libro más divulgativo.

El relato arranca con otro experimento natural. Se coge una población que ha vivido siempre junta, se parte en dos, se le entrega una mitad al Gobierno de los Estados Unidos y la otra al de México y se vuelve al cabo de siglo y medio. Parece la ocurrencia de un científico loco, pero es la historia de Nogales. Si te pones de pie al lado de la valla y miras al norte, lo que ves es el estado de Arizona, donde la renta media por hogar es de 30.000 dólares, la mayoría de los adultos tiene estudios secundarios, la esperanza de vida es alta y la delincuencia baja y los dirigentes están sometidos a la disciplina de unas elecciones libres y competitivas.

Al sur de la alambrada la existencia es bastante más difícil. A pesar de que los habitantes de Nogales (Sonora) ocupan una zona relativamente acomodada de México, los ingresos familiares son dos tercios menores que los de sus vecinos norteamericanos. Muchos adolescentes no van a clase, la gente es menos longeva, apenas hay seguridad y la política está minada por la corrupción. “¿Cómo pueden ser tan diferentes las dos mitades de lo que, esencialmente, es una misma ciudad?”, se preguntan Acemoglu y Robinson. La disparidad de fortuna no se debe a la meteorología o la ética, sino a las instituciones, que crean “incentivos muy distintos”. Los jóvenes estadounidenses saben que, si tienen éxito como emprendedores, podrán disfrutar de las ganancias obtenidas. El Estado no es, como en México, el cortijo de una oligarquía, sino que es inclusivo. Garantiza la igualdad de oportunidades mediante la provisión de sanidad y educación, y facilita que cualquier particular se embarque en la actividad económica que desee: crear empresas y registrar patentes, emplearse por cuenta propia o ajena, contratar a terceros y, por supuesto, gastar el dinero como desee, comprando artículos y conservándolos o traspasándolos a su antojo.

Si todo esto es tan obvio, ¿por qué no eligen todos los países estructuras inclusivas? Porque los intereses de las élites y los de la mayoría no siempre coinciden. A Carlos Slim, el magnate mexicano, no le iría muy bien si las telecomunicaciones se prestaran en régimen de competencia, pero ha sabido convencer a las dirigentes para que preserven su posición de dominio.

Además, las instituciones extractivas no siempre gozaron de mala prensa. En su día supusieron un avance. Los súbditos de los faraones egipcios o de los emperadores de Roma preferían su administración autocrática al estado de naturaleza, donde la vida era desagradable, brutal y corta. Incluso en fechas más recientes se han dado episodios de intensa expansión bajo regímenes nada pluralistas, como el soviético, cuyos líderes lograron generar riqueza trasvasando activos de la agricultura a la industria pesada.

Se trata, sin embargo, de un proceso insostenible. Llega un momento en que no hay más campesinos ni parados que trasladar a las fábricas y, para seguir creciendo, no basta con movilizar recursos: hay que usarlos de modo más eficiente. Eso requiere innovar, pero ¿quién va a hacerlo si no tiene la certeza de quedarse con el fruto de su esfuerzo?

Incluso aunque un genio solitario desarrollara altruistamente una tecnología disruptiva, su adopción constituiría una amenaza para los poderes establecidos. Acemoglu y Robinson cuentan que Tiberio ejecutó a un desgraciado que le presentó un vidrio irrompible. Y varios siglos después, William Lee tuvo más suerte: Isabel I no le cortó la cabeza por inventar una máquina de tejer medias, pero tampoco le permitió explotarla. “Apuntáis alto, maestro Lee”, le dijo. “Considerad qué podría hacer este descubrimiento a mis pobres súbditos. Sería su ruina. Los privaría de empleo y los convertiría en mendigos”.

“La innovación hace que las sociedades humanas sean más prósperas”, escriben Acemoglu y Robinson, “pero comportan la sustitución de lo viejo por lo nuevo, y la destrucción de los privilegios”. La industrialización triunfó en Inglaterra porque la monarquía había salido muy debilitada de la Revolución Gloriosa de 1688, pero en España la aristocracia logró retrasarla más de un siglo. “El progreso se produce cuando no consiguen bloquearlo ni los perdedores económicos, que se resisten a renunciar a sus prerrogativas, ni los perdedores políticos, que temen que se erosione su hegemonía”.

Acemoglu y Robinson se muestran moderadamente optimistas sobre el futuro del planeta. Ha habido avances claros en Asia y Latinoamérica, pero las transiciones son complicadas. La teoría de la modernización del sociólogo Seymour Lipset postula que cuanto más opulenta es una sociedad mayor es la posibilidad de que se haga democrática, pero la evidencia histórica no es concluyente. Te puedes quedar atascado en una democracia de baja calidad mucho tiempo. Incluso pueden darse regresiones. Alemania figuraba entre los países más ricos e industrializados a principios del siglo XX y ello no impidió el surgimiento del nazismo.

Douglass North ya señaló una inquietante paradoja: la prosperidad requiere un complejo entramado institucional (leyes, mercados, tribunales imparciales, funcionarios, policías), pero una vez levantado ese Leviatán, ¿qué garantías existen de que sus responsables no lo secuestren y lo usen en su provecho y no en el de la mayoría, como ha hecho la dinastía de los Obiang en Guinea? Ese riesgo siempre está ahí.

Y no hay nada más temible que un Estado moderno. Ni siquiera los monarcas absolutos dispusieron de tantos medios de control y coerción. En China las autoridades han capado internet y en Corea del Norte no te dejan tener teléfono y vigilan hasta lo que te pones. El médico de Seúl que participó en el encuentro de 2000 se fijó en que el abrigo de su hermano estaba raído y le ofreció uno nuevo. “No puedo”, le respondió, “me lo ha prestado el Gobierno para venir aquí”. Quiso entonces darle unos billetes, pero también los rechazó. “Si vuelvo con dinero, me lo pedirán, así que quédatelo”.

INTERREGNUM: Reinventar el TPP. Por Fernando Delage

En un contexto marcado por el desafío nuclear norcoreano y las tensiones en la periferia marítima china puede resultar comprensible que se preste menos atención al escenario geoeconómico asiático. Sin embargo, también en este frente se reproduce la competencia entre los grandes Estados de la región. Japón, en particular, con un activismo desconocido hasta la llegada de Abe al gobierno, está proponiendo nuevas ideas tras el abandono del Acuerdo Transpacífico (TPP) por la administración Trump.

El giro norteamericano ha elevado el protagonismo del Acuerdo Económico Regional Integral (RCEP) como principal iniciativa global a favor del libre comercio en la actualidad. Al incluir a 16 Estados que representan la mitad de la población mundial, más de la cuarta parte de las exportaciones y casi el 30 por cien del PIB del planeta, su potencial es considerable. Integra, además, a varias de las economías de mayor crecimiento de los últimos años. Pero, al contrario de lo que con frecuencia suele mantenerse, no se trata de una iniciativa “de China” articulada frente al TPP que lideraba Washington. Estados Unidos, es cierto, no participa, pero su origen—en 2011—, partió de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN), con el objetivo de consolidar en un único marco los cinco acuerdos de libre comercio mantenidos por la organización con sus socios externos (China, Japón, India, Corea del Sur y Australia-Nueva Zelanda).

Es obvio que ni Japón ni India van a aceptar sin más las demandas chinas en un proceso de carácter multilateral. Pekín quiere acelerarlo para concluir el acuerdo antes de finales de año, con una agenda mínima de liberalización comercial. Japón—ésta es su primera propuesta—quiere, por el contrario, mantener abiertas las negociaciones para ampliar su contenido y dar forma a un pacto de “alta calidad” que incluya algunas de las cuestiones que incluía el TPP, como propiedad intelectual, contratación pública o normas medioambientales. El RCEP revela así la competencia entre dos modelos opuestos—el de China y el de Japón—sobre la estructura económica regional.

Japón acaba de sugerir una segunda propuesta: relanzar el TPP sin Estados Unidos. Fue el propio primer ministro, Shinzo Abe, quien aseguró hace unos meses que, sin Washington, el acuerdo carecía de sentido. No obstante, considera ahora que, dados sus potenciales beneficios, puede merecer la pena intentar rehacerlo. Tokio puede reforzar sus relaciones con distintos socios asiáticos, de Australia a Vietnam; mantener vivo un discurso a favor de la adopción de normas más ambiciosas en la región y, así, aumentar la presión para elevar los estándares contemplados originalmente por el RCPE; o, incluso, intentar atraer a Estados Unidos a un esquema multilateral.

Quizá este último objetivo no sea tan ilusorio, aunque resulte dudosa la viabilidad de recuperar el TPP. El interés compartido de las economías asiáticas por el libre comercio y por un marco regional puede neutralizar la intención del presidente Trump de defender los intereses de su país mediante acuerdos bilaterales. Mientras exista una alternativa regional, sus pretensiones no parecen tener mucho sentido. Quizá Abe se haya adelantado al intuir que, tarde o temprano, Estados Unidos dará marcha atrás para no quedarse al margen de la reconfiguración económica de Asia. ¿Se incorporará Washington un día al RCEP? ¿Decidirá reinventar el TPP bajo otro nombre? Seguiremos atentos a los acontecimientos.

El mundo está de cabeza

Washington.- Cuando en el 2015 Obama firmo el acuerdo de París, para los ecologistas y para los que creemos que tenemos una responsabilidad con el planeta que habitamos, nos dió la impresión de estar entrando a una nueva etapa de mayor conciencia, pues finalmente Estados Unidos se sumaba a la lista de las naciones que regularían la emisión de gases para intentar prevenir el calentamiento global.

Pero la era verde duró poco. El martes pasado, el presidente Trump, en su afán por acabar cualquier legado de su predecesor ha desmantelado la política ambiental de la Administración anterior con la Orden Ejecutiva de Independencia Energética. Rodeado de un grupo de mineros del carbón, Trump ha dejado claro una vez más que su prioridad es hacer que la economía florezca y recuperar puestos de trabajo, al precio que sea. Mientras tanto, China parece estar aprovechando este vacío que está dejando el primer país del mundo para hacerse con el protagonismo verde del planeta.

El histórico acuerdo de París compromete a los gobiernos a diversificar sus combustibles más allá de los fósiles, para intentar contener el aumento de la temperatura global. Razón por la que la comunidad científica está preocupada, porque esta nueva orden de Trump es una negación del cambio climático y claramente una nueva línea directiva de esta administración. Y Estados Unidos, junto con China, son los mayores contaminantes del planeta, con el 40% de la responsabilidad de la emisión del mundo. En otoño pasado la ratificación del acuerdo de París por ambos países fue un hito histórico en la lucha climática, que para entonces lideraba Estados Unidos, al que China se había sumado.

Para China asumir el compromiso del acuerdo de París representa un esfuerzo significativo, pues su economía está desarrollada en base al carbón, por lo que cambiar esa dependencia les costará mucho tiempo y dinero. De momento, están trabajando para reducir el 20% del uso de combustibles fósiles para llegar a las emisiones permitidas en 2030. De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud, la polución es el mayor riesgo ambiental mundial para la salud y “sigue aumentando a un ritmo alarmante”. La polución en China es tan grave que constituye la principal causa de muertes prematuras por enfermedades cardiovasculares y respiratorias.

El gobierno chino aparentemente no solo está tomando muy en serio sus compromisos con el calentamiento global, sino también un nuevo rol de protagonismo mundial que le permite figurar más en el escenario internacional.

Parece que la irreverencia y particularidad del gobierno de Trump, muy a pesar de sus múltiples afirmaciones contra China, están favoreciendo el crecimiento del protagonismo internacional del dragón rojo, que empezó en la esfera estrictamente económica con la negación de Washington a formar parte del TPP, lo que otorga sutilmente a Pekín su participación; y sigue en el panorama, en el que el Estado socialista parece también estar oportunamente aprovechando el cambio de dirección de Trump para acercarse a Europa.

El comisario europeo para el Clima y la Energía, Miguel Arias Cañete, lamentó a finales de la semana pasada en Beijing la postura de la nueva Administración estadounidense, pero a la vez afirmó que China y la Unión Europea deben mostrar un liderazgo conjunto en materia climática e impulsarán la batalla global contra el cambio climático. Para Europa es clave contar con China, por un lado, por ser el mayor contaminante del planeta, pero, por otro lado, contar con el apoyo de otra economía grande, y que mejor que la segunda del planeta, para que la agenda de París llegue a materializarse. Sin perder de vista que Europa ve en China un mercado con un potencial inagotable.

Si algo caracteriza a China es estar atenta a las oportunidades para convertirse en el proveedor bien sea de productos, de mano de obra muy económica, o de ceder espacios a negocios que quieran instalarse en su tierra, con una flexibilidad sin competencia, pues el gobierno, con un solo partido, puede ajustar su legislación para favorecer la entrada de empresas. Todo a cambio de dinero, lo que los ha convertido en el capitalismo más salvaje del planeta.

El mundo parece estar de cabeza. El presidente de Estados Unidos decide seguir un camino no ecológico para favorecer el empleo en la industria del carbón, pero el Washington Post afirmó que los dueños de las plantas de carbón están cambiando al uso del gas natural y otras plantas están cerrando. Según el Departamento de Energía estadounidense, desde el 2006 el uso del carbón ha caído en un 53% y el uso de gas natural ha aumentado un 33%. Sin embargo, el presidente Trump prefiere retroceder en los acuerdos verde y liberar a las industrias de sus obligaciones con el medio ambiente, si con ello podría generar nuevos empleos.

Mientras Estados Unidos se cierra a los tratados económicos multilaterales, los países del Pacífico miran con esperanza a China como una especie de salvavidas al TPP. En cuanto a los acuerdos ambientales, la Unión Europea apuesta por convertir a China en su aliado para sacar adelante el acuerdo de París. Y mientras tanto Xi Jinping aprovecha cada aparición internacional para jugar su carta de salvador de las locuras de Trump y catapultar a China como la nueva primera nación del planeta. ¡A rey muerto, rey puesto!

Lecciones de Corea del Sur

Cuando el prestigioso economista de Harvard Dani Rodrik visitó Portugal hace unos años, las autoridades le consultaron si debían invertir en balnearios para jubilados alemanes o apostar por las nuevas tecnologías. “Hagan las dos cosas”, les sugirió Rodrik. “Al final, nunca se sabe lo que va a salir bien”.

Como consejo no parece muy impresionante, pero refleja bien el estado de la cuestión en materia de desarrollo. La aversión al intervencionismo ya no es tan radical como a principios de los 90, cuando Carlos Solchaga sentenció: “La mejor política industrial es la que no existe”. Expertos como Rodrik no se oponen a que los Gobiernos acometan grandes proyectos. Saben que la mayoría no irá a ningún lado, pero lo mismo sucede con las iniciativas privadas. La única diferencia es que estas desaparecen si no son rentables, mientras que las públicas suelen perpetuarse a pesar de las pérdidas. “Lo fundamental”, dice Rodrik, “no es acertar con la industria ganadora, sino retirar el apoyo a las perdedoras”.

Esta sencilla filosofía fue la clave del llamado milagro del río Han. Cuando el general Park Chung-hee asumió el poder en Seúl tras el golpe militar de mayo de 1961, lo hizo pertrechado con todo el arsenal dirigista que hemos aprendido a odiar: planes quinquenales, banca pública, control de cambios, etcétera. “La Administración Kennedy llegó a dudar si no sería un comunista encubierto”, explica un trabajo del Instituto Peterson de Economía Internacional.

Pero a diferencia de los funcionarios de Cuba o de los regímenes soviéticos de Europa central, los surcoreanos siempre fueron muy conscientes de que, en ausencia de competencia, las compañías se relajan y acaban convertidas en voraces sumideros de recursos, así que se impusieron dos reglas: (1) dar prioridad a las firmas exportadoras, para que el inclemente mercado internacional impidiera a sus gestores dormirse en los laureles, y (2) dejar caer, a veces con cruel rapidez, a las que no alcanzaran los objetivos previstos.

El resultado fue espectacular. Aunque el sistema impedía prosperar a quien no se llevara bien con el general, tampoco daba ninguna oportunidad a los ineptos. Así se formaron los chaebol o conglomerados (Samsung, LG, Hyundai, SK) que permitirían a Corea del Sur pasar de una pobreza africana a niveles de bienestar europeos en apenas una generación.

¿Hay que redimir el intervencionismo, entonces? No, pero hay que aborrecerlo por las razones adecuadas. La subordinación excesiva de la economía al Gobierno distorsiona la competencia en favor de los mejor conectados, no de los más eficientes, y espolea la corrupción. El problema no lo resuelve además la llegada de la democracia. Puede incluso agudizarlo, porque los políticos aprueban las leyes de las que depende el éxito de las empresas y las empresas tienen el dinero con el que los políticos ganan las elecciones, y no tardan en organizarse sociedades de socorro mutuo.

Es lo que aparentemente ha sucedido con la defenestrada presidenta Park Geun-hye. La fiscalía la acusa de extorsionar a los chaebol para captar 69 millones de dólares. El procedimiento les sonará: el conglomerado solicitaba una licencia y su tramitación se eternizaba hasta que, coincidiendo con la liberación de fondos para la fundación de una oscura asesora de Park, se desatascaba milagrosamente.

“Necesitamos hacer una gran limpieza”, ha declarado en el New York Times un líder opositor. “Hay que terminar con esta colusión, que es un legado de la dictadura”. Como Rodrik sostiene, sirvió maravillosamente para sacar al país de la miseria de la posguerra, pero ahora amenaza con hundirla en un marasmo de escándalos.

Tener superávit comercial mola, pero mola más tener el dólar

Igual que tantos empresarios metidos a políticos, Donald Trump no puede evitar establecer una analogía entre la balanza comercial de un país y la cuenta de resultados de una compañía, y el déficit le pone lógicamente de los nervios. “Estamos perdiendo una enorme cantidad de dinero, de acuerdo con muchas estadísticas, 800.000 millones de dólares”, declaraba en 2016 al New York Times. “No me parece inteligente”.

Se trata de un temor injustificado. La posición de la balanza comercial no es un indicador fiable de la marcha de una economía. El superávit puede deberse a que sus ciudadanos ahorran y sus artículos son competitivos, lo que a su vez promueve las exportaciones y el bienestar a largo plazo, como pasa con Alemania. Pero puede ser asimismo fruto de una caída de las importaciones causada por el desplome del consumo interno. Los griegos llevan reduciendo su desequilibrio exterior desde 2008 y a nadie se le ocurre decir que van como un tiro. “Si los superávits comerciales fuesen tan buenos”, escribe Don Boudreaux, un catedrático de la Universidad George Mason, “los años 30 habrían sido una era dorada en Estados Unidos”. El único ejercicio de esa década en que su balanza comercial presentó números rojos fue 1936. “En cada uno de los nueve restantes arrojó superávit”.

Por su parte, el déficit puede indicar una expansión insostenible del gasto, como la que los españoles y los irlandeses protagonizaron a raíz de su ingreso en el euro, y eso tarde o temprano se paga. Pero también es una secuela inevitable de las compras de maquinaria necesarias para impulsar el desarrollo. El milagro de los tigres asiáticos fue acompañado de aparatosos déficits por cuenta corriente. El propio Estados Unidos los ha registrado la mayor parte de su existencia, “desde 1790 hasta nuestros días”, subraya Walter E. Williams, otro profesor de la George Mason. “Y durante ese periodo pasamos de ser una nación pobre y relativamente débil a la más próspera y poderosa”.

“Hay que tener cuidado con lo que se desea”, observa Neil Irwin. Una de las razones por las que a Washington le resulta más complicado cuadrar su balanza exterior es porque su banco central emite la principal divisa de reserva del planeta. “Cuando una empresa malaya hace negocios con otra alemana”, escribe Irwin, “emplea a menudo dólares, y cuando los magnates de Dubai o el fondo soberano de Singapur quieren colocar sus ahorros, eligen en buena medida activos denominados en dólares”.

Esta demanda revalúa el billete verde y hace menos competitivos los productos de Estados Unidos, pero también le permite disfrutar de tipos de interés bajos, anima su renta variable e impide que los capitales salgan pitando al extranjero al menor atisbo de recesión. “En 2008, cuando el sistema bancario estuvo al borde del colapso, pasó todo lo contrario”.

Y las ventajas no son solo económicas. “La centralidad del dólar en las finanzas mundiales”, sigue Irwin, “le proporciona [a la Casa Blanca] un poder del que nadie más disfruta”. Para implementar las sanciones a Irán, Rusia o Corea del Norte, le bastó con advertir que cortaría el suministro de dólares a cualquier entidad que no cooperase.

Si Trump quiere que América siga siendo influyente, le conviene preservar este resorte, aunque uno de sus efectos secundarios sea el déficit comercial. Al fin y al cabo, tampoco parece haberle impedido progresar espectacularmente.